Todos hemos tenido la experiencia, directa o indirectamente del estudiante sin preparación frente a un examen difícil. En mi infancia se les llamaba “soplones”.
Asunto muy penoso cuando alguno de nosotros era descubierto.
En el caso de Pedro es exactamente lo contrario, Jesús lo felicita no sólo por haber dado la respuesta correcta, sino por dejarse “soplar” por el Padre. “¡Dichoso tu Simón… porque eso no te la ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo!”.
Por primera vez Pedro ha puesto un lado lo que sabía y se confía a la inspiración. Ha sido capaz de captar un mensaje que viene de “otro”.
Jesús declara a Pedro dichoso, no porque habla sino porque supo escuchar.
Jesús aprecia en Pedro esa fe que lo hace disponible a la atención, al silencio, a la revelación.
Ahora entiendo que conocer a Dios también significa callar, provocar el silencio para la adoración, para la escucha.
Pedro, roca, un cimiento solido para sostener la unidad, pero lo suficientemente blando para advertir que la verdadera roca es Cristo.
Un Iglesia sólida y sin embargo apoyada en la fragilidad de los seres humanos.
El poder de las llaves le permite abrir y cerrar, sin embargo, oyó la sentencia severa de Jesús: “¡Ay de ustedes maestros de la ley y fariseos hipócritas, que cierran a los demás la puerta del Reino de los Cielos! Ustedes no entran, y a los que quieren entran no los dejan!” (Mt. 23,13).
Pedro ha recibido el ejemplo de Jesús, se le ha dado el poder de atar y desatar y ha visto que el Maestro es quien nos sigue ofreciendo a todos la posibilidad de encontrar la puerta abierta.
Alguna vez valdrá la pena intentar olvidar lo que ya sabemos y estar atentos para dejarnos asombrar y sorprender por Dios a quien no podemos aprisionar en nuestra cabeza.